Tras
varios meses viajando por los Estados Unidos, vuelvo a escribir. A su paso
quedan lugares como Nashville, Los Angeles, Portland y Honolulú. Esta es una
reflexión sobre la necesidad de viajar y de sentirnos nómadas, pese al miedo
que podamos sentir a la hora de experimentarlo.
Los lugares son
contradictorios porque nosotros somos contradictorios. Paso largas temporadas
fuera viajando. Cada vez que llego a un nuevo lugar, la sensación es la misma.
El primer contacto es extraño. No me gusta. Muchas veces me siento triste o
desconcertada. La tristeza viene de la añoranza (el recuerdo de otro lugar) y
el desconcierto viene de las expectativas (ilusiones o fantasías que he creado
en mi mente). Me echo a llorar. Las primeras palabras que pronuncio son: “No
quiero estar aquí”. Me siento una foránea, lejos de casa. Necesito algo
conocido. Necesito mi propia rutina. Estoy a merced de los demás, en su mayoría
desconocidos. Yo, aquí, solo estoy de paso. Esta sensación es dolorosa. Pese a
la belleza que me rodea, no consigo ver nada que me reconforte o dé seguridad.
Pero yo necesito sentirme segura –o lo que es lo mismo, que pasen unos cuantos
días– para reconocer la posible belleza que esconden los lugares.
Siempre es lo mismo. Sé
que al cabo de unos días me sentiré bien. Sabré (tendré la certeza) de que
estoy en el lugar indicado. Pero tiene que pasar un tiempo. Necesitamos un
proceso de adaptación (pese a que tan solo sea de unas horas o unos días), y a
eso se le debe sumar el malestar por el desfase horario. Los lugares nos
condicionan. El ambiente hace que sintamos una serie de cosas. Dependiendo de
nuestras percepciones, las cosas que sentimos son agradables o desagradables. Si los lugares donde estamos son nuevos,
en su mayoría, el primer contacto suele
ser desagradable. Puede que no nos demos cuenta, pero así es. Es muy estresante
estar en sitios nuevos cada poco tiempo. Es cierto que creo firmemente que el
ser humano ha sido y seguirá siendo nómada. Ahora estamos pasando por
una fase donde predomina la vida sedentaria. Las dificultades a las que
nos enfrentamos a nivel social, económico y político nos hacen sentir tan
vulnerables que no podríamos enfrentarnos a una vida en la que cambiáramos
constantemente de ciudad o de poblado. Es cierto que, como tenemos la necesidad
de ser nómadas, lo hacemos, pero a otra escala. Hoy en día la gente cambia de
domicilio con facilidad. Quizás sea una exigencia de la situación actual (la
situación de inestabilidad económica nos afecta de forma severa). Es cierto que
no deja de ser un cambio “sedentario”, de una casa a otra, de un piso a otro.
Nos movemos, pero siempre en busca de un nuevo lugar al que podamos llamar
“hogar”. Sin embargo, inconscientemente sabemos que debemos movernos, que hemos
de enfrentarnos a nuevos retos, nos guste o no. Necesitamos salir de nuestra
zona de confort. El miedo geográfico es
necesario. Lo llevamos en la sangre.
Las temporadas que
estoy en mi casa, en Barcelona, mi estado de ánimo es oscilante. Por un lado,
me encuentro muy a gusto. Estoy “a salvo”. No tengo que enfrentarme a ningún
reto, como por ejemplo, conocer a gente nueva, adaptarme a su manera de vivir,
ser lo suficientemente independiente como para moverme sola por la ciudad. Todo
está controlado, y por muchas cosas extrañas que haga, ya las conozco. En casa
vuelvo a conectar con mi ser interior, porque siento la suficiente comodidad
como para hacerlo. Me siento llena de paz. Puedo hacerlo, es fácil. El reto es
sentirse así de “cómodo” estando en un lugar totalmente desconocido. Uno siente
una sensación de angustia constante. El corazón se agita porque no sabe qué va
a suceder. Necesita conocer, necesita controlar. En casa, en mi hogar, todo es
distinto. Pero cuando pasan unos días, me siento incómoda. No quiero estar en
casa. Sueño con estar en otro lugar, y cuanto más lejos mejor. No soporto esa
rutina, esa conformidad del corazón. Por eso me acabo marchando. Mi geografía
me lo pide. Lo siento como una exigencia. Pero cuando llego a ese nuevo lugar,
en el fondo lo que busco es volver a crear una rutina, para luego, al cabo de
un tiempo, sentirme asqueada. ¿Qué absurdo verdad? Entonces, otra vez, me pongo
en marcha. Llego al aeropuerto. Me pongo nerviosa. Me atormentan las dudas.
¿Estoy haciendo lo correcto? Caray, ¡por qué me pongo esta clase de pruebas!
¿Qué estoy buscando? Como todos, lo único que intento es vivir. En la comodidad
de casa (entre comillas) los tormentos son más llevaderos. En la incomodidad de
lo desconocido los tormentos son más angustiantes (más en contacto con nuestra
vertiente animal instintiva de supervivencia y movimiento nómada). En casa me
siento angustiada porque creo que no avanzo lo suficiente en la vida. Quiero
nuevos retos para avanzar, pero no los encuentro. Y por eso me marcho. Y esos
nuevos retos que tanto estaba buscando, cuando los encuentro, me asustan tanto
que no sé cómo manejarlos.
No tengo respuestas. Lo
único que sé es que para vivir necesito moverme. Mi espíritu es nómada…